Perfume de gardenias



Entramos en la cantina aquella noche de estrellas fugaces. Martina ya iba embriagada de euforia después de haber pasado la tarde jugueteando en el río. Se paseó contoneándose entre las mesas, mezclando su tibio perfume entre el humo de los cigarrillos, congelando en el tiempo, las fichas de dominó que se disparaban hasta proyectarse en las mesas. Un silencio abismal se percibió en el aire mientras todos miraban sus piernas morenas que pronto pararían en la barra. Entonces todo comenzó a tomar su forma habitual. El cantinero se apresuró a poner delante suyo la cerveza que, como cada noche, tomaría Martina. Entonces ella empezó a reír a carcajadas y mientras le acariciaba la cara, le dijo:

--Eres el hombre de mi vida, José, porque tú me sirves los tragos.

Pasamos largo rato en territorio enemigo. Aún en estos tiempos no alcanzo a comprender cómo fue que los hombres del pueblo aceptaron que nosotras entráramos a sus dominios. Éramos las únicas mujeres de San Martín del mar que podíamos jactarnos de embriagarnos en aquel tugurio, entre interminables fichas de dominó.

Martina odiaba ese juego. Siempre decía que no entendía como un montón de piececitas marcadas con bolas negras podía despertar tal pasión en los hombres, incluso más que unas piernas abiertas. Por eso no jugábamos. Nos entreteníamos bebiendo y mirando cómo las apuestas corrían y se cobraban a balazos por ahí de las tres de la mañana. También nos gustaba gastarnos las monedas en la máquina de música que José había mandado comprar sólo por no oírnos cantar cuando ya estábamos ebrias y también para ver como se contoneaba Martina cuando empezaba a bailar.

Ese 23 de abril, bebimos todas guiadas por una sed inmensa. Hacía tiempo que en el pueblo, un calor desértico se apoderaba de las calles. Sudábamos apenas amanecía y nos dormíamos entre olas de mar. Pero ni ese calor era comparable con el fuego que corría por las venas de Martina, mucho menos aquella noche. Habíamos bebido mucho, tanto que no nos importaba comenzar a bailar entre los jugadores borrachos.

Martina, fue la primera en separarse del grupo. Yo me quedé en la barra mirando cómo se descalzaba para estar más cómoda e invitar a José a contonearse al ritmo de cualquier pieza musical. Marcela estaba igual que ella, ya casi sin poderse mantenerse en pie. Las partidas de dominó se terminaban sin mayor trifulca y los apostadores pagaban la cuenta para irse en paz. Sólo José y yo seguíamos sobrios.

La música se abalanzaba sobre las piernas firmes de Martina, quien se dejaba llevar por el ritmo impuesto de José. Bailamos una tras otra hasta que le cansancio nos lanzó sobre las mesas. María fue la primera en pedir que nos fuéramos, pero antes de marcharnos, Mariel echó una moneda en aquella máquina de música y entonces, comenzó a sonar la canción que Martina no olvidaría jamás.

Nunca la había escuchado. Así que cuando sonaron los primeros acordes, Martina permaneció parada junto a José hasta que Mariel se acercó y le dijo:

--Es perfume de gardenias y tienes que bailarla esta noche si no quieres traerte mala suerte.

Martina entonces tomó la mano de José y lo lanzó hasta el centro del tugurio, luego rodeó su cuello con sus abrazos largos y empezó a moverse al compás de aquella melodía. José la tomó de la cintura y empezó a musitar cerca de sus oídos, la letra de esa vieja canción.

Embelesada, Martina se dejó llevar por las palabras que José pronunciaba, rimas que nunca dejarían de sonar como un eco en su cabeza… Perfume de gardenias tiene tu boca, tu risa es una rima de alegres notas, se mueven tus cabellos cual ondas en el mar.

La miré. Su boca se entreabría cada vez que José cantaba y sus ojos comenzaban a perderse entre las sensaciones que le producían los dedos de aquel hombre jugueteando entre la tela de su vestido. Supe entonces que esa noche, Martina no se iría con nosotras.

Salimos de la cantina aún cuando la música no terminaba, y comenzamos a escuchar los gemidos de Martina. José ya exploraba con sus manos las curvas de aquella que mujer de quien había pasado la mitad de su vida, perdidamente enamorado. Ella bailaba al compás del perfume ya sin el vestido a cuestas.

La tomó de la cintura y la subió a la barra. Su lengua trepo por sus pies hasta llegar a sus caderas. Entonces Martina abrió sus piernas como alas de mariposa y José besó sus labios, metió su lengua, acarició su pequeño capullo como si se tratara de una flor pequeña y delicada. Hurgó su entrepierna con los dedos húmedos y mordió sus muslos morenos. Estaba enloquecido. Incorporó a Martina y besó sus senos lentamente, uno a uno. Su legua lamía sus pezones, mientras sus dedos penetraban su carne.

Entonces, Martina tiró las copas que aún se encontraban servidas y se recostó apaciblemente en la madera fría. José subió encima suyo tocando su piel almendrada con sus manos nerviosas. Desató su cinturón y Martina comenzó una lucha cuerpo a cuerpo hasta que logró quitar su pantalón, luego abrió sus piernas para recibirlo y besó sus hombros y sus descomunales brazos.

Se besaron como si el tiempo transcurriera rápido. Martina se entretenía lamiendo sus labios suavemente, intentando meter su lengua entre su boca y acariciar por partes sus encías. Sus cuerpos se mecían tan rápido que la madera de la barra comenzó a desquebrajarse. La pasión de José había pasado tento tiempo escondida que disfrutó a Martina como a un vino my fino. Ella acariciaba su espalda y sus piernas conteniendo un grito que no alcanzaba a terminar.

José no dejaba de tararearle la canción y Martina se encendía como las hogueras. Cada compás, cada palabra la encendía mucho más y su mente se repartía entre seguir sintiendo y seguir escuchando las frases de aquella canción. A lo lejos, escuchaba la voz de José que le pedía que fuera suya nada más y en aquel momento quería atraparlo entre sus piernas antes de que la melodía se le perdiera entre sus pensamientos. Perfume de gardenias tiene tu boca, bellísimos destellos de luz en tu mirar...

Por fin, Martina se dejó llevar por la súplica de aquel hombre enamorado. Sin dejar de moverse estalló en un grito sordo que ahuyentó a los lobos del bosque e hizo que las aves se marcharan como si el invierno estuviese cerca. Yo podía oírla hasta mi casa, sin parar y hasta creí poder mirar como si José se le trepaba encima y la hacía sentir como nunca antes.

Martiana seguía moviéndose con los ojos fijos en el rostro de José, que aún musitaba esa canción, la melodía que prendía a Martina en cadena como cuando de niñas hacíamos una fila de polvóra. Y así, tal como encendíamos los cohetes de la feria, Martina terminó por encender con su calor la barra, las sillas, las botellas de alcohol que estallaban igual que ella lo había hecho tan sólo hacía un momento.

La cantina ardía en llamas para ese entonces. José estalló dentro de las piernas de Martina y calló muerto a un lado de la barra. Entonces, al sentirse atrapada en el calor que ella misma había provocado, Martina salió huyendo entre los maderos que caían del techo. Todo se incendiaba sin remedio, pero la rocola aún tocaba los últimos acordes de aquella canción que Martina no podría olvidar jamás… Perfume de gardenias tiene tu boca, perfume de gardenias, perfume del amor…

Llegó a mi casa oliendo a licor quemado, mientras los hombres tratababan de mitigar el fuego que amenazaba con extenderse. La acosté sobre mi cama y la dejé desnuda, pues sentía tanto calor que no podía cubrirse con ninguna ropa. Se quedó así por días: embelesada, repitiendo una a una las frases de aquella canción que sólo había escuchado una vez. Sus manos acariciaban el aire como queriendo atrapar algo mientras cantaba siempre la última rima: perfume de gardenias, perfume del amor.

Fue entonces que comprendí que el perfume de Martina era efímero, como ese amor que a ella, se les escapaba entre las manos...

Para Sel, quien después de decirme aquel 14 de febrero “tienes que bailar perfume de gardenias en el Milán” trajo a mí la idea de escribir esta nueva andanza de Martina, que hoy, después de tantos meses, he podido terminar.

Ya había viajado al mar


Llegaste la noche de estrellas fugaces. Había pasado 183 lunas llamándote con el pensamiento. Abrí la ventana para mirarte y noté cómo el mundo salía de tus ojos. Te dejé entrar como cuando se deja pasar los viejos recuerdos, pero el olor de tu piel ya era distinto. Mi boca parecía haber perdido la capacidad de hablar, pero aún con ello dije lo que había callado días y noches interminables.

Yo te amaba. Mantenía tu recuerdo en mi mente como una de esas fotografías que tanto me gustaban. Pensaba en tus ojos cansados de vidas pasadas. Añoraba tus manos suaves recorriendo mi cuerpo. Temía el regreso de tus labios rojos y afilados que mordían mis pezones. Soñaba con tu sonrisa y tus abrazos en nuestro encuentro. Pero no eras mío.Añadir imagen

Lloraba tu ausencia aún cuando no te habías ido y tu regreso era un sueño cobijado por la luna llena, hasta que volviste. Pero tu ausencia me arrastró hasta el mar. Embriagada de melancolía me sumergí en sus aguas.

El mar acarició mi cuerpo desnudo, la espuma se enredó en mi cabello formando espirales infinitas y las olas mordieron mis pezones húmedos. La sal se mezcló con mis lágrimas y así como gotas de lluvia, mi amor se fue evaporando. Te quedaste ahí, flotando en la mar infinita, sin mis besos, ni promesas. Te olvidé.

Tu regreso quedó inscrito en mi memoria como aquellas cosas que de tanto anhelar se pierden en la angustia y para cuando tus ojos se posaron en los míos, no había remedio: ya había viajado al mar.

¿Amor es?


¡¡Qué día este!! Qué días estos! Primero la peste puerca, luego el temblor y ahora el desprendimiento de un iceberg del tamaño de Nueva York... ¿mencioné que Sandy me mandó una premonición de Nostradamus? En fin, que como parece que el mundo se va a acabar han estado sucediendo cosas muuuy extrañas. A la gente le ha dado por reencontrarse, buscar a los ex enamorados o animarse a invitar a salir a alguien, aunque sea por mail...

Confieso: a mí me dio por pensar en aquello de ¿qué harías si estuvieras a punto de morir? y concluí que aunque estuviera a punto de morir no correría por mi amado, no buscaría a mi papá (quien tal vez ya muera por la peste), no pediría perdón a quienes les he hecho daño, tampoco correría ala iglesia ni tendría sexo por minuto.

Bueno que a mi lo que me ha dado fue por pensar en mi ex vida jajaja. Y platicando con Sel entramos en la etapa de ¿eso es estar enamorada? Total que en medio de la peste puerca y la melancolía escribiré a estas horas algo muuuuy cursi que se me ocurre nomás porque soy afortunada y soy feliz.

  • Amor es que te carguen en sus hombros y te lleven a tu casa porque tú te lastimaste el pie.
  • Amor es que defiandan tu nombre aunque quien lo maldiga sea un familiar.
  • Amor es regresar por la noche de toluca manejando un coche que no es suyo, sólo para dedicarte una canción y darte un beso.
  • Amor es enseñarte a parar un gol sólo porque él juega de portero y quiere que tú lo seas en la liguita femenil.
  • Amor es regalarte la luna aunque ya tenga dueño.
  • Amor es decir que cantas bien Todas las flores, aunque en realidad tengas voz de aguardientosa.
  • Amor es acompañerte a un concierto de trova aunque sea rockero y hasta que intenten aprenderse las canciones, para que al final el trovador no cante ninguna de esas.
  • Amor es que limpien tu boca cuando se sale la malteada de fresa porque no puedes tragarla ya que te quitaron las cuatro muelas del juicio al mismo tiempo.
  • Amor es impulsarte a correr tu primera carrera y correr contigo aunque tú lo hagas muuuy lento.
  • Amor es que te acompañen a comprar tu bici una tarde lluviosa y que no se enoje aunque dejes el coche abierto.
  • Amor es que se sienten contigo a fumar aunque tenga años de haber dejado el vicio.
  • Amor es traer a Ancelmo desde el fin del mundo.
  • Amor es que te acompañen a Cuernavaca por tu mamá recién operada.
  • Amor es que te regalen un perro para que tengas la oportunidad de, esta vez, hacerlo bien.
  • Amor es que te apoyen a salir de la oficina con un cuento para que vayas a una entrevista de trabajo. Ah y que te lleve hasta Santa Fé.
  • Amor es que tomen una foto y salgas divina aunque no estés en tu mejor día.
  • Amor es manejar de Neza a Satélite para comprar unos boletos de tu artista favorito.
  • Amor es que lea lo que escribes aun cuando no le guste leer. Ah y que te diga que lo haces bien.

  1. Amar es que toleres a la familia molesta sólo por estar cerca de él.
  2. Amar es esperar dos años a que vuelva, sin voltear a ver a nadie más y al final descubir que no era para ti.
  3. Amar es hacerle un pastel de cumpleños aunque odies cocinar y romper la dieta para celebrar juntos.
  4. Amar es irlo a ver jugar fut y darle ánimos aunque pierda el partido.
  5. Amar es llegar a la misa y sentir que el corazón se te sale cuando lo ves frente a ti.
  6. Amar es ponerte nerviosa cuando sabes que lo vas a ver después de mucho tiempo.
  7. Amar es conseguir una tarjeta de crédito para comprar un reloj para su cumpleaños porque no tienes dinero.
  8. Amar es hacer un cartel y pegarlo en su oficina (que lo guarde, también es amor).
  9. Amar es dejarle cartitas en su lugar con frasecitas cursis (que te las devuelva es una chingadera).
  10. Amar es organizarle una despedida cuando se va de la chamba aunque él llegue una hora después.
  11. Amar es pensar en un libro que le guste y dárselo aunque lo lea un año después, subido en un avión.
  12. Amar es escuchar lo que te dice aunque no sea muy alentador para ti.
  13. Amar es ser paciente y ser feliz cuando lo ves.

Dejarte ir es amor. Dejarlo ir es amar.

Total que ahora, quizá en el fin del mundo, me dio por pensar que he sido afortunada.

Gracias

Quería


Quería quererte. Quería que fueras mío y yo tuya. ¡Cursi! ¡Ñoña!

Quería entregarte lo que soy y mirar lo que tú eres. ¿por qué tú? no lo sé.

Quería perdete en mi. Perderme en ti.

Quería tomarte de la mano fuertemente y caminar contigo.

Quería besarte por completo. Amarte por completo. Tenerte por completo.

Quería mostrarte, mostrarme que el amor existe y es nuestro.

Quería tocar tu rostro, peinar tu pelo, tocar tu espalda.

Quería besar tu cuello, hacer mios tus lunares y llegar tierra adentro.

Quería pedirle al universo, sólo por un instante que existieras.


Eres el sueño eterno que recuerdo en largas noches de soledad.

Eres lo que sólo una vez sucedió y quizá no vuelva más

Pero miento si digo que no intento.

Miento si digo que no albergo esperanzas.



¿Dónde estás? Estoy cansada de esperarte.

El forastero


Llegó al pueblo una noche helada. Iba acompañado de dos enormes perros siberianos de ojos espantosamente claros. Nadie lo había visto nunca. Caminaba encorvado, con los pasos cansados y la mirada escondida tras un sombrero negro. Veíamos su andar sin atrevernos a acercarnos porque sus fieras rabiosas ladraban y mordían al aire haciendo la invitación a mantenernos lejos.

Era el forastero más extraño que hubiese llegado al pueblo. Recorrió cada calle hasta dar con la tienda de Martina. Entró, encendió un cigarro y después de dar la primera bocanada se quitó el sombrero y la miró. Ella dejó caer la caja de galletas que tenía en la mano, como si hubiera visto a alguien que esperara de hace años. Salieron juntos sin decir palabra mientras eran seguidos por los perros.

Caminaron hacia el bosque y se perdieron durante días. En el pueblo empezó a correr el rumor de que habían muerto, pero no podía ser cierto, Martina conocía mejor que nadie cada sendero, aun aquellos que estaban alejados. Yo la esperé cada noche al filo de la puerta de mi casa, hasta que un día la miré volver como alguien que había corrido el mundo entero.

Su rostro era como el de un muerto que ha regresado a la vida. Sus ojos habían palidecido y temblaba más de miedo que de frío.

Entre palabras cortadas me contó que se lo había llevado a la casita que descubrimos cuando aún éramos unas niñas. Era un lugar mágico, lleno de flores que crecían mirando al sol y por las noches se cerraban en capullos como de mariposas.

Martina amaba a esos insectos. Un día la descubrí corriendo como niña tras un montón de esas flores voladoras, por eso aquella choza se había convertido en su lugar secreto. Jamás entendí porque se había llevado al forastero a lo que ella había llamado “su refugio”, pero después de su relato comprendí por qué jamás había vuelto.

Fueron días en que sopló el viento. Martina gozaba paseando desnuda cuando el aire jugaba con esa violencia porque decía que era como si un ser invisible se metiera en sus muslos. Aquel forastero también acariciaba su piel almendrada con el filo de sus dedos. Tuvieron noches intensas. La última que pasaron juntos era la que ella recordaba.

Después de la cena se acostaron abrazados. Martina, se divertía rozando sus pies contra los de él y entonces sus brazos se extendían como las alas de las aves en primavera y lo acariciaba por debajo de las ropas. Sedienta, comenzó a besarlo y él se dejaba amar como si también la quisiera. Luego subió en sus piernas duras acercándose para mirar su cara. Aquel hombre se entretenía tratando de desatar los listones rosas del vestido que, por fin, se había puesto.

Se tocaron como ciegos en la habitación oscura. Él recorrió sus piernas y jugueteó entre ellas. Separaba sus labios con los dedos y luego se daba tiempo para besarle la boca. Martina lamía sus mejillas como secando una herida y luego se iba bajando hasta llegar a su pecho.

Subió en él para mirar su rostro y ayudarlo a encontrar el camino a su interior, pero de alguna forma, Martina sentía dolor cuando lo amaba. Tomó sus manos y las llevó a sus pechos, que él acariciaba como a frutas maduras. Podía sentirlo dentro de sí misma e intentaba atraparlo cerrando sus piernas.

La miraba a los ojos, pero no estaba con ella. Martina sollozaba entre dolor y gozo y se recargaba en su pecho para arañarlo. El viento azotó las puertas e irrumpió como el agua de un río que busca su cauce y lejos de apagar el fuego entre esos dos, encendía las llamas de su sexo.

Paraban y seguían, siempre mirándose a los ojos. Pasaron la noche amándose hasta que quedaron cansados. En la madrugada, él la penetró poseyó de nuevo. El calor de ambos encendió un fuego que corrió hacia el bosque. Las llamas que consumían los árboles más jóvenes eran más débiles que las que emanaban de ella. Sus gritos eran los de un animal herido de muerte.

De pronto, el forastero encendió un cigarro y, tras sacar el humo por sus tibios labios, se lo ofreció a Martina. Nunca antes había fumado. Sintió cómo aquel humo que salía de su garganta la quemaba por dentro. Luego él apagó esa vara encendida entre en sus muslos y Martina, que nunca había llorado, derramó algunas lágrimas.

Aquello continuó por horas. Él encendía un cigarro y lo azotaba brutalmente en los pechos, las manos, el vientre y el cabello negro como noche de Martina. Ella lloraba en silencio, pero permanecía. Afuera, los perros caminaban en círculos y aullaban a cada grito de Martina. Lo que sentía ya era dolor.

Le ardía la piel. Los agujeros de cada cigarrillo tenían un color verdoso, aunque todavía emanaban sangre. El olor era a carne quemada como cuando ponían a los pollos a asarse en la fiesta del pueblo. Cada cigarro había quemado más allá de la piel dorada de Martina y cada poro lloraba con su alma.

Esa mañana llovió. Martina, que había permanecido con los brazos enredados en sus piernas, escuchó las gotas chocando en las ventanas. Entonces, tomó su vestido y salió corriendo por la pradera en la que las flores ya no eran mariposas.

Llegó a mi casa como ola embravecida. Llevaba a cuestas más de cuarenta quemaduras y un silencio apagado en la mirada. Yo acaricié suavemente cada herida. Eran círculos perfectos y profundos como aquel dolor que Martina no había conocido nunca.

Lloró en mis brazos durante horas enteras y el cielo parecía estar con ella, porque dejó de llover cuando por fin cayó dormida. Salí a buscar al forastero, sabía que regresaría embravecido como una tormenta. Lo hallé corriendo, casi desnudo, por casa de Marcela. Se azotaba en las puertas y recogía los pedazos de su ropa podrida. Era como un alma en pena. Sus perros hambrientos lo perseguían como a una presa. Le arrancaban la ropa y, con ella, trozos de carne fresca que devoraban hambrientos. Escapaba, pero volvían a alcanzarlo.

Exhausto, dejó de correr y se echó gritando de dolor y de rabia cerca de la alcaldía. Cubrió su cara con los brazos, pero aquellas bestias ladraban y se le iban encima, mordían, arrancaban y engullían su carne como si se tratara de un festín. Dejaron apenas unos cuantos restos.

Me acerqué temblando como en las noches frías. El forastero era entonces apenas un montón de pellejos y huesos malolientes. Había un charco de sangre alrededor suyo y las huellas de finas patas pintadas carmesí. Lo miré con terror. Le habían arrancado los ojos y las uñas y aún caminaban en círculos moviendo lo que quedaba con sus hocicos rojos. Lamían su pelaje y luego me miraban.

Quise volver mis pasos a donde estaba Martina y borrar de mi mente lo que había presenciado ante el impactante silencio del pueblo. Pronto advertí que los siberianos me seguían, agachando sus colas y con sus miradas mansas. Me detuve y entonces se echaron a mis pies.
Los llevé para la casa. Tenían sed y bebieron agua a borbotones. Martina los miraba como quien despierta de un mal sueño, pero sin el temor de haber sobrevivido. En cambio, los siberianos la contemplaban y lloraban.

Fue entonces cuando le dio por fumar. Encendía los cigarros lentamente y disfrutaba cada bocanada como si aquello le diese un placer infinito. Era un deleite observarla sacar el humo y aspirar de nuevo mientras cerraba los ojos y juntaba las piernas en un movimiento como de danza clásica. Cuando terminaba su ritual, intentaba apagar las colillas en su cuerpo, pero los perros comenzaban a saltar a su alrededor hasta que lograban quitárselas, luego, se echaban a sus pies como bestias que regresan a su verdadero dueño.

Mensajes en noche de Luna Llena

-Mira nada más qué hermosa y altiva está esta noche… y es tuya.

-Tienes razón, hoy está bellísima y es mía ¡así que ten cuidado de a quien se la regalas!

-Ella está con quien tiene que estar. Hoy la noche es serena. No puedo arrepentirme de nada.

-¡Sigue estando preciosa! Hacía mucho que no salía a correr y menos con una compañía ten grata.

-Me gusta pensar que siempre va a ser así y me encanta cuando me arrebatan esas sonrisas y más de esta manera. Gracias. ¿qué nos dio por correr hoy?

-¡Supongo que corremos para sentirnos libres!

-¡Para sentirnos vivos! Y bien, al correr me preguntaba:¿A dónde corremos?

-¡Eso sí no lo sé! Hace tiempo que dejé de pensar en eso. Sólo dejo que mis pasos me guíen; confío en la fuerza del destino.

-Esa podría ser una opción. Debería considerarlo, ¿verdad? Hoy estoy feliz, ya me diste el día. Ojalá también la pases bonito.

¡Tú fuiste quien me dio el día! Mira que el primer mensaje lo recibí a las 12, justo a la hora en que todo comienza, ¡desde entonces sólo puedo sonreír!

A las tres


7:30 am
Aún no puedo creer que me ponga nerviosa salir con un amigo. Miro mi ropa y elijo aquella que no deje ver eso que tanto me molesta de mi cuerpo. Me pongo mi chamarra favorita, una chalinita al cuello y me observo en el espejo. ¿Perfecta? Quizá no, pero sonrío un poco.
Corro hacia el baño a lavarme los dientes. Ya casi es la hora, falta muy poco para que llegues. Pinto mis pestañas, mi boca y escucho afuera el sonido del carro. Ya llegaste. Espero a que toques.

8:00 am.
Salgo de la casa con un cigarro en la mano. Cierro la puerta y te veo ahí parado, esperando. Saludamos como siempre: un beso, un abrazo, un cómo estás. Subimos al auto y emprendemos el camino. No me entusiasma la idea de escuchar una conferencia, pero pienso aprovechar la vuelta para buscar un libro.

9:00 am.
Llegamos justo a tiempo. Aún no ha comenzado, así que aprovechamos para dar la vuelta. Tú conoces a todos, yo no conozco a nadie y me siento extraña. Volvemos y entramos al salón de conferencias. Comienzo a escuchar sin ningún interés lo que un tipo comenta sobre los temas que a ti te apasionan. Te acercas, me abrazas y yo recargo mi cabeza en tus hombros.

11:00 am.
Salimos temprano. Nunca encontraste a quien buscabas ni yo encontré el libro, pero estábamos contentos.

Necesito un cigarro y tú quieres desayunar. Caminamos a la cafetería mientras escuchas alguna historia mía. Compras un pan y caminamos a tu coche. De pronto nos detenemos ante un árbol ¿Te quieres ir? No. La estamos pasando bien.

Nos sentamos a platicar. La conversación carece de importancia o no se la presto, sólo sigo pensando que me pones nerviosa. Pasan los minutos y seguimos riendo de todo. ¡Hace tanto que no reía! Poco a poco se va haciendo tarde. Yo tengo que regresar a las tres.

12:00 pm.
El juego comienza con las remembranzas de antaño: los viejos amores, las despedidas, los años de conocernos. De pronto detecto en ti, esas mismas cosquillas que desde hace horas, siento en mi interior.

El día es precioso. Tengo calor y me quito la chamarra. Contemplamos las nubes a través de las ramas del árbol donde estamos sentados. Seguimos hablando. Algunos insectos se acercan a nosotros, tratamos de hacer que se vayan. Son tantos que perdemos la pelea y poco a poco nos acostumbramos a ellos.

Luego, el juego empieza a ser distinto: ¿me regalas un beso?, dices. No, somos amigos, ¿para qué lo haríamos?, contesto. Te miro a los ojos y descubro que me gustas desde hace tiempo. ¡Bah! Qué más da. Podemos intentar un poco.

1:00 pm.
¿Cuánto tiempo nos lleva deshacernos de nuestra conciencia? Quiero una cerveza. Decidimos irnos. Cercanos los dos, las miradas fijas, los labios unidos. Suena tu celular. ¡Tanto tiempo aquí y no habían llamado! ¿Por qué hacerlo ahora?

Cuelgas y vuelves a mirarme. Dices que te gustan los besos más largos… ¿Ya que importa? Me dices ¿me acompañas? Sí, ahora iría contigo donde fuera. Juegas con mi pelo y besas mi frente.

2:00 pm.
Salimos en tu coche hacia la casa de un amigo. Recuerdo, ese que me presentarías como un buen partido. No, yo no quiero y aún tengo que regresar a las tres. ¿Vamos a una fiesta? Aún podemos disfrutar el día.

Abro la ventanilla y el aire se cuela hasta mis huesos, enreda mi cabello y juega dulcemente con mis labios. Es julio. ¡Qué cielo, qué día! Giro mi cabeza y me encuentro tu mirada. Estamos aquí. Llegamos.

Él se llama… ¡qué más da! Me saluda y me voy a la parte trasera. Comentan algo pero no escucho. Aún no puedo quitar esa sonrisa de mi rostro.

3:30 pm.
Tus amigos son cálidos. Yo demasiado tímida para entablar conversación. Me pego a ti. Me das un beso. Nos sentamos. Hoy no quiero separarme de ti…

Tenía que regresar a las tres.

Ámbar


Ámbar era el color de sus ojos y también de su aura. María lo descubrió un día, cuando salíamos de la casa de Martina. Entonces, un amor meloso comenzó a treparle por los pies como las serpientes venenosas que nos encontrábamos en el río, cuando nos bañábamos todas juntas.

-No te enamores- le dije. Pero María ya tenía sus propios planes, su propia vida, su propio destino y su fatal desenlace. Yo, por mi parte, sólo sabía que aquello era un mal augurio.

Era un tipo anómalo. Llevaba a cuestas un silencio ancestral guardado en la mirada profunda y el color chocolate de su piel brillosa. Atraía a María como un magneto gigante del pocas cosas podían escaparse.

Fue entonces cuando comenzamos a tener esas reuniones nocturnas, que Martina llamaba graciosamente “nuestras brujerías”. María colocaba velas alrededor nuestro, de tal forma que simulaban un círculo perfecto, vasos con aguas cristalinas de las grutas del pueblo y luego encendía aromas traídos del medio oriente. Terminaba situando platos repletos de galletas dulces para que los malos espíritus se entretuvieran con ellas y no se apoderaran de nuestras almas.

Entonces, después de untarse el ombligo con manteca de gato, comenzaba la lectura de la baraja que le había regalado su abuela. Los vaticinios para cada una no se hacían esperar: sueños, anhelos y desgracias, pero de todas, la que más le dolía a María, era saber que ese hombre nunca sería suyo y aún así amarlo con esa pasión tormentosa.

También se nos hizo común salir en las noches de luna llena o buena luna, como las bautizó Mariel, para que el llanto de María fluyera por sus ojos encantados de serpientes, pero ella sólo atinaba a pedirle a la vieja canica blanquecina, suerte para atraer el ámbar.

Logró llamar su atención una tarde en la nevería, cuando por no dejar de verlo perdió el control de sus movimientos y dejó caer al piso el helado de limón. Tan absorta estaba que no logró distinguir el instante en el que él tomó su mano para sacarla del ensueño. Era como si aquel hombre descomunal de tatuajes resaltados por el sol, hubiera sido capaz de propinarle un hechizo de amor imposible de revertir. María era suya mucho antes de haberlo sido, con la misma alegría de antaño, que era su mejor cualidad.

El rostro absorto y la mirada fantástica quedaron prendidas en su cara por dos finos alfileres. Días pasaron en que nuestra amiga, sólo podía distinguir un color en las cosas… ese amarillo resina como los colguijes que me había traído mi papá cuando era chica, de aquel viaje por le selva. Enferma sin remedio y con la angustiosa necedad de hacerlo suyo, María encendió sus pechos aún vírgenes y se decidió a conquistarlo.

Esa terquedad la arruinó por completo. Se casaron un domingo en la misa de ocho y dos horas después, el pueblo entero los echó a palos, mientras yo repartía las bolsitas del arroz que teníamos que arrojar cuando ella se quitara el velo y proyectara hacia arriba el ramo que alguna inocente mujer solterona atraparía al vuelo. La tacharon de bruja, de haber conseguido su amor con los ardides del demonio.

En medio de una furia monstruosa, se marcharon. Yo podía ver aún la manita de María agitarse en señal de despedida mientras la sacaban a empujones y su vestido blanco se teñía del barro del camino. No lloró, ni aquella vez, ni nunca.

Su entereza la llevó a adueñarse de la vieja casa que estaba en el corazón del bosque, muy cerca de la última luz del cortijo. Aquella primera noche, la que había esperado sonrojada ante los cuentos de Martina, se sucedió de pronto.

Nunca se habían dicho una palabra y esa noche parecía que se conocían de años luz atrás. Se miraron fijamente y él comenzó a desvestirla con violencia, la arrojó sobre el lecho y pasó sus dedos tibios por sus inexploradas curvas. Besó su cuello blanco como luz y se entretuvo rizando con sus dedos su cabello. Tocó sus diminutos pechos, prestando especial atención en sus pezones húmedos con sus besos. Ella lo amó también: acarició sus labios con los dedos y rasgó con la lengua su espalda, sus nalgas y sus piernas.

La hizo suya violentamente. María abrió los ojos poblados de espanto y dejó escapar un grito ensordecedor de su boca. Con su mano, él tapó sus gemidos y siguió meciendo sus cuerpos, un poco más fuerte cada vez. Su cuerpo era como una espada que atravesaba a María y cada vez él la embestía con mayor fuerza mientras su entrepierna sangraba.

Podía sentir el calor del pecho y los latidos estrepitosos del corazón de aquel hombre, como si fuera la máquina de un ferrocarril a punto de descarrilarse. Sentía dolor en el alma. Era como si uno de aquellos espíritus que ahuyentábamos con galletitas lo poseyera.

Los gritos de María huyeron por el bosque hasta el pueblo. Sentíamos vibrar hasta las hojas muertas del otoño y un terror pavoroso se apoderó de todos. La pareja se perdió en el bosque como robados por dimensiones desconocidas, nadie sabía de ellos pero de vez en vez oíamos a María aullar como animal herido.

Una noche la sorprendimos a la luz de las velas con la baraja en la mano y desde entonces, seguimos manteniendo el contacto de nuestras reuniones nocturnas en pos del futuro. Ya no era la misma. Martina fue la primera en notar su prematura vejez, como si un fantasma habitara su cuerpo apagándola poco a poco.

Se había vuelto loca por amor o por aquel hechizo que le entregó a Juan, aún cuando no la quisiera. Las noches de violencia terminaban siempre con la lectura de cartas. María se fugaba pretendiendo un futuro. Fue ella quien predijo aquel temporal, y el destino de todas, años antes de que supiéramos en lo que nos convertiríamos.

La noche del temporal, Juan también salió a buscar a Fermín. Regresó cobijado por la buena luna. Entonces, María tomó el cuchillo con el que partía la carne de la cena y enfurecida se lo encajó a su amante. Loca de rabia antigua pensaba que aquel arma no podía penetrar la piel tatuada por los años, entonces sacaba el cuchillo y lo volvía a empuñar mientras le besaba la frente y jugueteaba con su sexo. Era como hacerle el amor la primera vez. Siete veces alzó el cuchillo y siete veces lo encajó en el vientre de Juan, como siete eran las veces que él la violaba cada noche.

Enloquecida, huyó hasta la plaza del pueblo en medio de la tormenta. El agua enjugaba su cuerpo lleno de sangre y semen y sus gritos eran apenas murmullos acallados por el tronar del viento, por eso nadie salió a su auxilio cuando corría frente a la catedral. Ahí la encontró Mariel, con las manos llenas de sangre y aún con el cuchillo a cuestas. Se detuvo a mirarla y se quedó junto a ella, escuchando cómo se desgajaba el cerro.

Yo estaba tras la ventana viéndolo todo. Era el testigo del destino muerto de todas esas mujeres que cariñosamente he llamado amigas. Volví mis pasos hacia la sala donde estaba Martina, fue cuando comprendí que aquello que decían las cartas estaba a punto de echársenos encima.

Del Dolor y el Sufrimiento


Salió de la habitación unos instantes. Me quedé sola mirando aquel Jesucristo colgado en la pared y repasando con la vista todos los objetos a mi alcance. Sólo pensaba en qué sería aquello que traería para “darme una lección”.

Después de algunos minutos que trascurrieron lentamente, entró por la puerta que estaba a mis espaldas. Traía en la mano un copa pequeña, llena de un licor verde. La puso frente a mí y luego se sentó.

--Tómala –me dijo. Pero quiero que guardes el trago en tu boca por unos minutos y que lo pases suavemente por todos los rincones, a manera de que el sabor penetre. Mientras yo te seguiré hablando de lo mismo y una vez que te diga, tragarás.

Hice lo que me dijo. Tomé la copa, la acerque a mi cara y aspiré el perfume de aquel licor verduzco. Tenía un olor extraño. Aún con la sensación de no tener que beberlo, tomé hasta el último sorbo y guardé ese líquido en mi boca, mientras escuchaba su conversación.

El sabor de ese licor, penetraba en cada uno de los tejidos de mi boca: en mis labios, en mi lengua, en mi paladar. Pronto todo tenía aquel sabor amargo y horrible que me provocaba ganas de vomitar.

--Trágalo ahora- me dijo. Yo tardé unos instantes en poder hacerlo. No quería tenerlo más en mi boca porque su sabor era terrible, pero no podía tragarlo, porque de alguna forma sabía que penetraría en todo mi cuerpo, dejando esa sensación amarga.

Terminé por hacerlo. Ya no estaba frío como cuando lo había bebido. Al mantenerlo dentro de mi boca, había adquirido un calor especial que lo tornaba aún más amargo. Pasó entre mi garganta y podía sentir como bajaba hasta mi estómago. Mientras, movía la boca en un intento de deshacerme de ese extraño sabor.

Siguió hablando de mil cosas. Luego me miró y dijo:

--El dolor es un proceso natural por el que todos pasamos cuando algo se termina. El sufrimiento, es una elección personal que alarga durante años el dolor.

Me quedé mirándola, sin poder decir palabra, pues aún sentía el sabor de aquel trago amargo.

Continuó: --Tomar ese licor áspero es como pasar por un proceso doloroso. Sabes que tiene un mal sabor y lo bebes: eso es el dolor. Mantenerlo en tu boca y pasarlo entre los dientes mientas penetra en cada una de tus células, es una elección personal: aletargar el dolor que produce el trago amargo y mantenerlo ahí por mucho tiempo, eso es sufrimiento. Todo podría cambiar si tomaras la copa, bebieras el trago y lo pasaras de inmediato. El sabor amargo se iría en unos cuantos instantes.

La miraba con ojos de terror mientras inspeccionaba cómo, poco a poco, esa amargura se iba diluyendo. Luego me pregunto:

--¿Cómo se siente el sabor?
--Ya se ha quitado por completo- le dije.

Sonrío y terminó la lección: Quizá el trago pueda ser amargo, y está bien sentir miedo de tragarlo, pero siempre es mejor cerrar la herida, tomar un respiro y tragar que seguir sufriendo. Ahora, ve y hazlo—me increpó.

Tomó la manija de la puerta y abrió paso hacia ese mundo de tragos amargos para el cuál, aún no sabía si estaba preparada.

Veneno


Celebrábamos la fiesta anual del pueblo. Martina caminaba por la feria como buscando algo, yo la observa en su andar sin que ella sospechara que la perseguía. Se veía mejor que nunca, llevaba un vestido azul como aquel mar al que habíamos ido en el verano, cuando aquel calor inagotable había empezado por quemarle las venas. Sus cálidos hombros iban al descubierto, igual que sus piernas como de yegua y olía como a fresca mañana, a agua de río apacible. No sólo yo la observaba: robaba las miradas encendidas de los hombres que la deseaban como a una joya muy hermosa.

Teníamos 15 años. Martina bebió tres garrafas de pulque como si se tratara de agua refrescante, pero aún así tenía mucha sed, por eso aceptaba los tragos de todo aquel que estirara la mano para darle. Y después se volvían locos al probar del vaso que sus labios habían acariciado.
Pero ella posó los ojos en aquel hombre de mirada dulce. Y así como yo la seguía, ella no dejó de verlo en toda la noche. Él se acercó de pronto, ya cuando el alcohol se había acabado. Nadie estaba en pie, excepto nosotros tres. La tomó por la cintura y sin decir palabra se la llevó hacia el campo.

Aquella fue la primera vez que no llegó a su casa, pero nadie salió a buscarla. Justo cuando el gallo cantaba, Martina tocó mi ventana y me pidió mentir por ella. Enloquecida le dije que me contara lo que había pasado y cerramos el trato por el cual yo me enteré de todas esas noches que no pasó en mis brazos.

-Me acarició las tetas- comenzó por decirme. Y siguió el relato con aquella sonrisa y la mirada perdida: Me pidió que me quitara el vestido, pero yo no quería. Tomó mis manos y lo arrancó de tajo, luego besó mi cintura, mi vientre y mis caderas. Yo estaba enloquecida. Me mordía los hombros y lo senos y en lugar de apagarme, encendía mi sexo por completo. Jugamos así unos instantes y luego nos acostamos junto al árbol del columpio. Me besaba como poseído por demonios.

Me metió los dedos entre las piernas. Nunca había sentido un calor semejante, pero me gustaba que jugara ahí dentro. Yo le gritaba que me diera más y él lo hacía, no por mi. Más y más calor subía de entre mis piernas a mi cabeza y yo gemía sin control.

Tomó mi mano con furia y la llevó hasta su sexo que crecía como las enredaderas. Quería aplazar el momento de tenerlos entre mis piernas. Un miedo pavoroso recorría mi cuerpo, pero deseaba mucho que me cogiera.

Me la metió poco a poco. Mi vulva se abrió como las florecitas blancas de la casa de María, en primavera. Pensé que nunca dejaría de entrar hasta que sentí cómo salía y entraba cada vez con mayor fuerza. Sólo pensaba en eso, hasta que sentí su lengua penetrar en mi boca. Nos besamos mucho tiempo.

Sentía su sexo más grande cada vez y escuchaba pendiente los sonidos que salían de su boca, entre más los hacía, me volvía más loca. Ya no era el hombre de la mirada dulce. Pero sus ojos seguían hablándome. Me concentré en su cara. Sus ojos se abrían y cerraban. Gozaba cogiendo conmigo.

Paró por un instante. Me miró y me dijo: te voy a coger más duro. Tomó mi cabello y jaló mi cabeza hacia atrás. Comenzó a morderme el cuello y luego bajó hasta mis senos. Los chupó como animal hambriento y luego jaló mis pezones entre sus dientes.

Me pidió que le dijera lo que sentía y yo le describí cada vez que me la metía. Lo besé más y más: en el cuello, en el pecho y las orejas, luego me subí y seguí moviéndome de arriba abajo, tratando de encerrarlo entre mis piernas. Me dijo: coges bien rico y yo seguí sin parar hasta que quedé sin aliento. No quería que aquello terminara y me aferré a su hombro con las uñas.

La noche se hizo corta. Desperté entre los árboles, con frío y sentí sus abrazos cobijarme. Lo miré dormir un rato. Hasta que abrió esos lindos ojos capaces de contar historias. Lo dejé ahí, tirado sobre el pasto húmedo.

Vine corriendo antes que amaneciera. Antes que comenzara de nuevo y ya no pudiera escaparme.

Yo miraba a Martina contarme toda esa historia mientras temblaba desnuda frente a mí. Salí del cuarto y calenté un poco de agua. La metí en la tina como a un animal herido. Limpié la sangre de su cuerpo, la que había dejado la boca de aquel hombre. La curé. Le di el vestido amarillo que siempre me había pedido y la mandé para su casa.

Esa noche, en el bosque, encontraron a un hombre enfurecido. Yo salí con los demás para mirar cómo le prendían fuego en la plaza del pueblo. No lo reconocía. Estaba vuelto loco. Parecía una bestia rabosa. Sólo pude mirar aquellos hermosos ojos, desorbitados por la furia. Ardió como leña vieja, pero su calor ya venía desde dentro.

Nunca olvidaré su mirada de infierno, como advertencia de lo que vendría. Martina lloró por él junto a la venta. Fue entonces que comprendí que ella era un veneno con sutil fragancia y que el remedio vendría cuando se apagara su fuego.

Soy una mujer en construcción

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