El prestidigitador


Vino al pueblo en una noche de otoño. Su caravana hacía tanto ruido que todos despertamos sobresaltados. Rugidos de animales que no conocíamos convertían el apacible entorno de San Martín del mar en un carnaval de primavera. Los caballos estrellaban sus cascos sobre las calles empedradas creando una música seductora que nos hacía seguirlos como sonámbulos. Al frente de aquel extraño tropel iba un hombre rodeado de magia.

Lo seguimos encantados como las ratas del cuento del flautista de Hamelín. Cruzamos el pueblo de Este a Oeste mientras se unían a nosotros cada vez más pobladores. Se detuvo a las afueras como si conociera el camino, como si siempre hubiera sabido a donde se dirigía. Entonces, bajó del caballo envuelto en un resplandor que no puedo describir. Era embrujo.

Martina permaneció extasiada junto a mí mientras lo veía saltar de su caballo. Aún con una multitud que parecía esconderla, el mago no apartó la mirada del cuerpo de Martina y luego se dirigió exactamente a sus ojos. Se pegó a sus pupilas. Entonces ella se abrió paso empujándolos a todos hasta quedar justo frente a él.

Su luminosidad la envolvió al punto tal que no pudo escuchar, sentir o ver nada más. El mago se presentó:

-Soy Ah Kin. Haré que sus más profundas ilusiones se conviertan en una realidad y envolviéndose en su capa, desapareció. Todo el pueblo se fundió en un solo eco de confusión y asombro.

Pronto, el mago salió de entre la multitud que le abrió paso hasta Martina a quien le entregó una piedra rosada que despedía destellos de colores verdes y marrones.
Atraerá todo hacía ti, todo lo que desees y tendrás que conservarla hasta que yo regrese.

El pueblo entero explotó en aplausos y entonces, toda su comitiva bajó de los carros y comenzaron a construir una carpa gigante en donde toda clase de animales salvajes y hombres raros montaron un espectáculo increíble que divirtió a la gente durante largas semanas.

Pero Martina se tornó intranquila. El fuego que la quemaba por dentro parecía arder con mayor facilidad cuando contemplaba aquella piedra rosa y en su mente sólo aparecía una idea: el prestidigitador, capaz de cubrir todo con su magia, capaz de volver los sueños realidad.

La caravana estaba por partir cuando Martina se presentó ante el mago. Llevaba el vestido blanco que guardaba para las ocasiones especiales. Sus hermosas piernas contrastaban con su vestimenta y a través de la tela, el mago podía ver el contorno de aquel cuerpo de fuego. Pero de alguna forma, además de su mirada, el perfume de Martina parecía atraerlo magnéticamente. Yo podía observar cómo la magia crecía mientras estaban juntos y ella perdía la confianza en sí misma mientras más se adentraba a los ojos de sol del prestidigitador.

La tomó por la cintura y besó sus labios, entonces tomados de la mano se perdieron entre abrazos. Yo les perdí de vista. Supe entonces que Martina se iría por largo tiempo, antes de que algo la hiciera regresar. Pero la caravana partió sin el líder y en aquel momento creí que nunca la volvería a ver.

Mi idea creció conforme pasó el tiempo. Las noches se volvieron días y los días meses de ausencia. Pero después de un largo adiós, ella volvió como siempre hasta mi casa, a mediados de noviembre, en la misma fecha en que el mago había aparecido, 365 días después.

La miré. Traía a cuestas un dolor profundo clavado en los ojos y una incertidumbre que le robó el sueño durante largas noches. Despertaba sobresaltada en la madrugada envuelta en llanto, confundida del día que vivía, extrañada de mí y de todo aquello que antes formaba parte de su realidad.

Parecía continuar envuelta en sueños que de alguna manera trasmutaban a pesadillas. No lloraba, no, pero algo había en su cuerpo que me hacía pensar que ella sufría.
Yo acariciaba su pelo y le cantaba las canciones de cuna que su madre musitaba para ella cuando la quería dormir. Después preparaba con hierbas y miel un té que Martina tomaba para poder dormir. Quería hablarme, contarme, pero aún se le entrecortaba la voz entre sollozos y yo no podía escucharla sufrir de esa manera, así que curé su fiebre y la hice guardar reposo hasta que un día despertó y las palabras atoradas en su mente fluyeron como manantiales.

La magia del prestidigitador congeló el tiempo en la mente de Martina, quien no recordaba cuándo se había ido, a dónde la había llevado, cuánto tiempo había tardado en regresar. Sólo sabía que un día había despertado en los brazos ardientes de aquel mago, en un lugar distinto y frío que sólo podía enfebrecer con sus besos.

Se amaron, sin tiempo o durante tanto tiempo que la memoria de Martina no podía recordar. Sólo tenía presente momentos inagotables que parecían volver a cuentagotas. Eran como archivos secretos que parecían abrirse apenas ella se asomaba por la ventana.
Ventanas mágicas que a través de las dimensiones, el mago parecía abrir enigmáticamente para que yo escuchara y construyera, años después, para Martiana.

Me contó todo a escalas durante noches amargas, quizá tantas como las que había pasado con él y después, un día sin más, terminamos de armar el acertijo de su mente y el relato comenzó otra vez…

Era una noche fría en algún lugar que ella no recordaba o no reconocía. Él encendió la chimenea y con ella ardieron sus ojos. Martina jugueteaba cerca como las libélulas en primavera. El calor del fuego ahuyentó el frío en su cuerpo. Fue entonces cuando sus manos construyeron campos de flores sobre el rostro del mago. Lo besó. Él respondió a sus caricias quitándole el vestido y conquistando su espalda. Soltó su cabello y la acostó sobre la alfombra blanca que cubría la habitación. Recorrió cada espacio de piel con las yemas de sus dedos y luego con su boca.

De sus cuerpos desnudos brotaban chispas que iban a parar hasta la leña ardiente. El sortilegio comenzó cuando el mago descubrió sus pechos. Sus dedos astutos hicieron que de sus pezones brotaran libélulas azules que llenaron el cuarto. Luego descubrió su vientre y adentrándose más, sospechó del río que manaba de entre sus piernas. Las suaves caricias de aquel hombre penetraron campos inertes de hace tiempo y con palabras suaves que musitaba al oído, brotaron de las piernas de Martina mariposas. Estaba enloquecida. Fue entonces cuando suavemente se adentró a su cuerpo. Se recostó sobre ella y revolviendo los rizos de su pelo, se fundió con Martina en un manso vaivén que pronto se convirtió en tornado.

Juntos eran uno. Los besos del mago se precipitaban en la piel de Martina como estrellas fugaces. Era un mundo allá dentro cayendo a pedazos. Luciérnagas indiscretas miraban el festín por la ventana y Martina lloraba, lloraba porque no era suyo.

No había tiempo para terminar de amarlo. Lo tomó por la espalda y subió en él. Meció su cuerpo impetuoso sobre el mago y llevó sus manos hasta su cintura. Le gustaba mirar cómo él la miraba pero cerró sus ojos cuando aquella pasión no pudo contenerse. Terminaron los dos en un abrazo, mientras el fuego se achicaba en aquella chimenea. La cobijó. Siguió oliendo su aroma, enredándose en su cuerpo, aquel olor a campo, a flores, a colores.

La dejó dormir, pero no por mucho tiempo. La despertó con besos en la vulva, mientras volvía a explorar con sus dedos el sitió en donde antes había descubierto mariposas. Martina respondió con fuego en la mirada. Y aquel juego de magia comenzó de nuevo. Ella rodeó al mago con sus piernas, tomó sus brazos y la llevó hasta su boca de donde nacieron besos inagotables que de alguna forma siempre habían permanecido ocultos en sus labios, pero que ahora sólo tenían un rumbo, un dueño, un universo. Volvieron a amarse sin prisa, una y otra vez. Martina contenía el llanto, contenía su cuerpo porque pensaba que sólo así podría hacer eterno aquello. Y entonces suplicó por un milagro.

Pero el milagro era tenerlo. El cansancio de años de Martina se convirtió en deseo sin agotar, como agua en manantiales. Rasguñó su espalda mientras él besaba su cuello. Brotaban gotas de su cuerpo que se cristalizaban en piedras preciosas que luego Martina recolectaba a manos llenas cuando se daban tiempo. Ya no podía fugarse o esconderse, lo único que podía hacer era perderse y así lo hizo.

Un día de tantos, cuando volvió la primavera, la llevó hasta el río. Descubrió su cuerpo y la dejó bañarse en la cascada. La miraba a lo lejos envuelto en un encantamiento que brotaba de los ojos de ella. Entonces se acercó para besarla y acariciar su cuerpo como lo hacía el agua al caer lentamente. Eran tan sutiles sus dedos que Martina no podía distinguirlos de entre las gotas de rocío. Se entretuvo rodeando con sus uñas un lunar que el mago tenía abajo del pecho. Él la volteó. Besó su espalda tibia pintando líneas entre las pecas de su piel y la tomó de nuevo, agachándola para tirar de su cabello. Luego se fue para mirarla a lo lejos mientras ella seguía bañando aquel cuerpo que ya no era suyo.

Así transcurrieron los días y las noches. Volvió el otoño. No tuvieron descanso o no quisieron. Él se metió tan dentro que no alcanzó a comprender que Martina ya no poseía su cuerpo sino que intentaba tocar su alma con sus besos. Cada noche en que ella recorrió con su lengua el cuerpo de su amante, tomó su cintura, tocó la piel de su pecho o rozó con sus uñas los tibios labios de su dueño, intentó por un instante congelar el tiempo, impedir que se fuera, inmortalizar el sueño.

Pero ella sabía que el mago pronto debía irse. Podía notarlo en el brillo de sus ojos de sol. Sin anunciarlo nunca, Martina supo cuándo sería ese día, lo que nunca alcanzó a imaginar fue cuánto le dolería perderlo y cuan sinuoso sería el camino de retorno a San Martín del mar, después de despedirlo en un abrazo.

La última noche que el prestidigitador estuvo con Martina, también le hizo magia. Pasó sus dedos sobre su rostro dulce y sintió cómo le renacía el deseo, tomó su mano y la llevó a su sexo, mientras le musitaba, “nada fue mentira, ni esto”. Sentía tanta pasión como si viniera de una larga abstinencia y tuvo la impresión de pasar de una vigilia a otra más intensa y vívida donde el tacto y la vista se habían agudizado al grado de producirle un placer que casi le arrancaba las lágrimas. Ella le dijo, “hazme el amor por última vez” y aunque debía irse, lo que sentía por Martina lo llevó a tomarla una vez más. Un mismo ritmo volvió a medir el tiempo de ambos sumiéndolos en una densa posesión.

Mientras se amaban, el cuerpo del mago comenzó a hacer magia. De sus ojos brotaron las estrellas que Martina traía enredadas en su pelo la noche que regresó. De sus manos manaron gaviotas que surcaban el mar que salía de sus besos. Sus piernas se tornaron en cenzontles que imitaban su voz, de su pecho salieron catarinas y pronto, todo su cuerpo se desvaneció.

Era tan vívido el recuerdo de Martina que mientras hablaba yo tenía la impresión de que el prestidigitador, aún estaba en su cuerpo.

Antes de irse en pedazos le dijo “seguiré haciéndote magia, aunque esté lejos”. Martina siguió escuchando estas palabras, quién sabe por cuánto tiempo, mientras luchaba por regresar a la cordura.

Al final todo fue parte de un hechizo encantador que la había llevado a la locura.

"Ella escribía las canciones que las libélulas bailaban... que las libélulas cantaban cuando querían enamorar..."

*Ah Kin significa sol en maya.

Para unos ojos de sol, cuya luz, siempre me advirtió el peligro de perderme en ellos.

Transmutación


Estoy en un lugar oscuro. Hace unos días construí mi casa. Me quedaré aquí una temporada, cubierta del sol y del frío. Sin sentir la vida, dormida, sin latir; tan sólo esperando. Creo que aún no tengo claro lo que hago aquí, pero mi instinto me ha obligado a detener un momento en el tiempo, dentro, porque afuera corre vida. Un fuerza superior me mueve a permanecer inmóvil y una fe constante recorre mi pequeño cuerpo y me augura un futuro hermoso, libre, luminoso, colorido. Soy crisálida a punto de ser MaRiposa.

Podría


Podría comer la luz de tus ojos,
perderme en tu mirada de sol,
unirme a tu voz y tus caricias
y de esta manera
permanecer en ti
el resto de mis días.

Podría olvidar el tiempo
quizá las circunstancias,
dormir en una cama tibia
y labrar un mundo inexistente
que tú crearás con tu mágia.

Podría morir ahí,
morir en ti
y renacer cada día entre tus brazos.
Besar tu alma,
acariciar tu espíritu
Y aún con eso, ¿me preguntas
qué sucedería si te quedaras?

Podría volverme el perfume que respiras,
los sueños que anhelas,
la alegría de tu vida.
Podrías, entonces ser aquello
que he deseado desde niña.

Pero si no te fueras
las líneas de mi vida
no tendrían estas palabras
que hoy existen porque
no puedo con la pena.

Podría... podríamos perdernos, amarnos,
hacer eterno lo nuestro, pero...

Hoy que tu rostro se desdibuja de mi mente,
lo que no puedo hacer es buscarte
en mis recuerdos, porque dueles.

Eres una hoja que se llevó el viento
en estos malditos días de otoño
y aún así, te quiero.

Absurdos


Hace unos días me preguntaron que era lo más absurdo que había hecho en la vida. No supe que contestar. Hoy vino a mí una idea: lo más absurdo que he hecho ha sido enamorarme. Pero no por ser malo. Piénsenlo bien. Enamorarse es absurdo porque es comenzar un camino sin retorno. Algo así como entrar a una carrera en la que hay que correr junto a otro. Rápido en ocasiones, a veces lento. Apretando el paso, disminuyéndolo, pero nunca parando y todo esto se debe hacer en la misma sincronía, al mismo ritmo que el otro.

Y es una carrera de obstáculos porque siempre habrá algo que intente impedir que sigan el camino juntos y hay que saltar, quitar de enmedio lo que nos cierra el paso, esquivar lo que venga. Siempre juntos y corriendo.

Pero lo más absurdo de esta carrera radica en que su importancia ¡no es la meta, sino disfrutar el camino!

Respondiendo a mis preguntas filosóficas de lo últimos tiempos...

¿A qué sabe el amor?
A besos, a una combinación de sabores, colores y palabras que comienzan en la boca y explotan en la mente. Algo así como cuando Ratatoulle disfruta el placer de la comida.

¿Y la pasión?
A la más exquisita selección de chocolates que hay que disfrutar en cada mordida (aunque se acaben) y saborear en la boca mientras se diluyen lentamente.

Soy una mujer en construcción

Seguidores

Buscar este blog