El forastero


Llegó al pueblo una noche helada. Iba acompañado de dos enormes perros siberianos de ojos espantosamente claros. Nadie lo había visto nunca. Caminaba encorvado, con los pasos cansados y la mirada escondida tras un sombrero negro. Veíamos su andar sin atrevernos a acercarnos porque sus fieras rabiosas ladraban y mordían al aire haciendo la invitación a mantenernos lejos.

Era el forastero más extraño que hubiese llegado al pueblo. Recorrió cada calle hasta dar con la tienda de Martina. Entró, encendió un cigarro y después de dar la primera bocanada se quitó el sombrero y la miró. Ella dejó caer la caja de galletas que tenía en la mano, como si hubiera visto a alguien que esperara de hace años. Salieron juntos sin decir palabra mientras eran seguidos por los perros.

Caminaron hacia el bosque y se perdieron durante días. En el pueblo empezó a correr el rumor de que habían muerto, pero no podía ser cierto, Martina conocía mejor que nadie cada sendero, aun aquellos que estaban alejados. Yo la esperé cada noche al filo de la puerta de mi casa, hasta que un día la miré volver como alguien que había corrido el mundo entero.

Su rostro era como el de un muerto que ha regresado a la vida. Sus ojos habían palidecido y temblaba más de miedo que de frío.

Entre palabras cortadas me contó que se lo había llevado a la casita que descubrimos cuando aún éramos unas niñas. Era un lugar mágico, lleno de flores que crecían mirando al sol y por las noches se cerraban en capullos como de mariposas.

Martina amaba a esos insectos. Un día la descubrí corriendo como niña tras un montón de esas flores voladoras, por eso aquella choza se había convertido en su lugar secreto. Jamás entendí porque se había llevado al forastero a lo que ella había llamado “su refugio”, pero después de su relato comprendí por qué jamás había vuelto.

Fueron días en que sopló el viento. Martina gozaba paseando desnuda cuando el aire jugaba con esa violencia porque decía que era como si un ser invisible se metiera en sus muslos. Aquel forastero también acariciaba su piel almendrada con el filo de sus dedos. Tuvieron noches intensas. La última que pasaron juntos era la que ella recordaba.

Después de la cena se acostaron abrazados. Martina, se divertía rozando sus pies contra los de él y entonces sus brazos se extendían como las alas de las aves en primavera y lo acariciaba por debajo de las ropas. Sedienta, comenzó a besarlo y él se dejaba amar como si también la quisiera. Luego subió en sus piernas duras acercándose para mirar su cara. Aquel hombre se entretenía tratando de desatar los listones rosas del vestido que, por fin, se había puesto.

Se tocaron como ciegos en la habitación oscura. Él recorrió sus piernas y jugueteó entre ellas. Separaba sus labios con los dedos y luego se daba tiempo para besarle la boca. Martina lamía sus mejillas como secando una herida y luego se iba bajando hasta llegar a su pecho.

Subió en él para mirar su rostro y ayudarlo a encontrar el camino a su interior, pero de alguna forma, Martina sentía dolor cuando lo amaba. Tomó sus manos y las llevó a sus pechos, que él acariciaba como a frutas maduras. Podía sentirlo dentro de sí misma e intentaba atraparlo cerrando sus piernas.

La miraba a los ojos, pero no estaba con ella. Martina sollozaba entre dolor y gozo y se recargaba en su pecho para arañarlo. El viento azotó las puertas e irrumpió como el agua de un río que busca su cauce y lejos de apagar el fuego entre esos dos, encendía las llamas de su sexo.

Paraban y seguían, siempre mirándose a los ojos. Pasaron la noche amándose hasta que quedaron cansados. En la madrugada, él la penetró poseyó de nuevo. El calor de ambos encendió un fuego que corrió hacia el bosque. Las llamas que consumían los árboles más jóvenes eran más débiles que las que emanaban de ella. Sus gritos eran los de un animal herido de muerte.

De pronto, el forastero encendió un cigarro y, tras sacar el humo por sus tibios labios, se lo ofreció a Martina. Nunca antes había fumado. Sintió cómo aquel humo que salía de su garganta la quemaba por dentro. Luego él apagó esa vara encendida entre en sus muslos y Martina, que nunca había llorado, derramó algunas lágrimas.

Aquello continuó por horas. Él encendía un cigarro y lo azotaba brutalmente en los pechos, las manos, el vientre y el cabello negro como noche de Martina. Ella lloraba en silencio, pero permanecía. Afuera, los perros caminaban en círculos y aullaban a cada grito de Martina. Lo que sentía ya era dolor.

Le ardía la piel. Los agujeros de cada cigarrillo tenían un color verdoso, aunque todavía emanaban sangre. El olor era a carne quemada como cuando ponían a los pollos a asarse en la fiesta del pueblo. Cada cigarro había quemado más allá de la piel dorada de Martina y cada poro lloraba con su alma.

Esa mañana llovió. Martina, que había permanecido con los brazos enredados en sus piernas, escuchó las gotas chocando en las ventanas. Entonces, tomó su vestido y salió corriendo por la pradera en la que las flores ya no eran mariposas.

Llegó a mi casa como ola embravecida. Llevaba a cuestas más de cuarenta quemaduras y un silencio apagado en la mirada. Yo acaricié suavemente cada herida. Eran círculos perfectos y profundos como aquel dolor que Martina no había conocido nunca.

Lloró en mis brazos durante horas enteras y el cielo parecía estar con ella, porque dejó de llover cuando por fin cayó dormida. Salí a buscar al forastero, sabía que regresaría embravecido como una tormenta. Lo hallé corriendo, casi desnudo, por casa de Marcela. Se azotaba en las puertas y recogía los pedazos de su ropa podrida. Era como un alma en pena. Sus perros hambrientos lo perseguían como a una presa. Le arrancaban la ropa y, con ella, trozos de carne fresca que devoraban hambrientos. Escapaba, pero volvían a alcanzarlo.

Exhausto, dejó de correr y se echó gritando de dolor y de rabia cerca de la alcaldía. Cubrió su cara con los brazos, pero aquellas bestias ladraban y se le iban encima, mordían, arrancaban y engullían su carne como si se tratara de un festín. Dejaron apenas unos cuantos restos.

Me acerqué temblando como en las noches frías. El forastero era entonces apenas un montón de pellejos y huesos malolientes. Había un charco de sangre alrededor suyo y las huellas de finas patas pintadas carmesí. Lo miré con terror. Le habían arrancado los ojos y las uñas y aún caminaban en círculos moviendo lo que quedaba con sus hocicos rojos. Lamían su pelaje y luego me miraban.

Quise volver mis pasos a donde estaba Martina y borrar de mi mente lo que había presenciado ante el impactante silencio del pueblo. Pronto advertí que los siberianos me seguían, agachando sus colas y con sus miradas mansas. Me detuve y entonces se echaron a mis pies.
Los llevé para la casa. Tenían sed y bebieron agua a borbotones. Martina los miraba como quien despierta de un mal sueño, pero sin el temor de haber sobrevivido. En cambio, los siberianos la contemplaban y lloraban.

Fue entonces cuando le dio por fumar. Encendía los cigarros lentamente y disfrutaba cada bocanada como si aquello le diese un placer infinito. Era un deleite observarla sacar el humo y aspirar de nuevo mientras cerraba los ojos y juntaba las piernas en un movimiento como de danza clásica. Cuando terminaba su ritual, intentaba apagar las colillas en su cuerpo, pero los perros comenzaban a saltar a su alrededor hasta que lograban quitárselas, luego, se echaban a sus pies como bestias que regresan a su verdadero dueño.

3 comentarios:

Abraham Monterrosas Vigueras 17 de abril de 2009, 7:47  

Impresionante!!!

Has llegado a un nivel descriptivo interesante. Es de las mejores cosas que he leído.

No dejes de escribir, porque lo haces muuuy bien. Tienes la sensibilidad muy viva.

Es un gusto leerte, casi tanto como ser tu amigo.

TQM

Ibrahim

Ernesto 21 de abril de 2009, 21:57  

un experimento muy interesante.

saludos desde tierras jarochas.

Succubus 25 de junio de 2009, 23:31  

Me gustó la manera de describir ese encuentro. Un instante, una entrega, un ambiente concreto. Además, defines muy bien cómo aquello que en algún momento puede darte placer, tan fácilmente te lleva al dolor.
Buen texto Mar.

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