Ámbar


Ámbar era el color de sus ojos y también de su aura. María lo descubrió un día, cuando salíamos de la casa de Martina. Entonces, un amor meloso comenzó a treparle por los pies como las serpientes venenosas que nos encontrábamos en el río, cuando nos bañábamos todas juntas.

-No te enamores- le dije. Pero María ya tenía sus propios planes, su propia vida, su propio destino y su fatal desenlace. Yo, por mi parte, sólo sabía que aquello era un mal augurio.

Era un tipo anómalo. Llevaba a cuestas un silencio ancestral guardado en la mirada profunda y el color chocolate de su piel brillosa. Atraía a María como un magneto gigante del pocas cosas podían escaparse.

Fue entonces cuando comenzamos a tener esas reuniones nocturnas, que Martina llamaba graciosamente “nuestras brujerías”. María colocaba velas alrededor nuestro, de tal forma que simulaban un círculo perfecto, vasos con aguas cristalinas de las grutas del pueblo y luego encendía aromas traídos del medio oriente. Terminaba situando platos repletos de galletas dulces para que los malos espíritus se entretuvieran con ellas y no se apoderaran de nuestras almas.

Entonces, después de untarse el ombligo con manteca de gato, comenzaba la lectura de la baraja que le había regalado su abuela. Los vaticinios para cada una no se hacían esperar: sueños, anhelos y desgracias, pero de todas, la que más le dolía a María, era saber que ese hombre nunca sería suyo y aún así amarlo con esa pasión tormentosa.

También se nos hizo común salir en las noches de luna llena o buena luna, como las bautizó Mariel, para que el llanto de María fluyera por sus ojos encantados de serpientes, pero ella sólo atinaba a pedirle a la vieja canica blanquecina, suerte para atraer el ámbar.

Logró llamar su atención una tarde en la nevería, cuando por no dejar de verlo perdió el control de sus movimientos y dejó caer al piso el helado de limón. Tan absorta estaba que no logró distinguir el instante en el que él tomó su mano para sacarla del ensueño. Era como si aquel hombre descomunal de tatuajes resaltados por el sol, hubiera sido capaz de propinarle un hechizo de amor imposible de revertir. María era suya mucho antes de haberlo sido, con la misma alegría de antaño, que era su mejor cualidad.

El rostro absorto y la mirada fantástica quedaron prendidas en su cara por dos finos alfileres. Días pasaron en que nuestra amiga, sólo podía distinguir un color en las cosas… ese amarillo resina como los colguijes que me había traído mi papá cuando era chica, de aquel viaje por le selva. Enferma sin remedio y con la angustiosa necedad de hacerlo suyo, María encendió sus pechos aún vírgenes y se decidió a conquistarlo.

Esa terquedad la arruinó por completo. Se casaron un domingo en la misa de ocho y dos horas después, el pueblo entero los echó a palos, mientras yo repartía las bolsitas del arroz que teníamos que arrojar cuando ella se quitara el velo y proyectara hacia arriba el ramo que alguna inocente mujer solterona atraparía al vuelo. La tacharon de bruja, de haber conseguido su amor con los ardides del demonio.

En medio de una furia monstruosa, se marcharon. Yo podía ver aún la manita de María agitarse en señal de despedida mientras la sacaban a empujones y su vestido blanco se teñía del barro del camino. No lloró, ni aquella vez, ni nunca.

Su entereza la llevó a adueñarse de la vieja casa que estaba en el corazón del bosque, muy cerca de la última luz del cortijo. Aquella primera noche, la que había esperado sonrojada ante los cuentos de Martina, se sucedió de pronto.

Nunca se habían dicho una palabra y esa noche parecía que se conocían de años luz atrás. Se miraron fijamente y él comenzó a desvestirla con violencia, la arrojó sobre el lecho y pasó sus dedos tibios por sus inexploradas curvas. Besó su cuello blanco como luz y se entretuvo rizando con sus dedos su cabello. Tocó sus diminutos pechos, prestando especial atención en sus pezones húmedos con sus besos. Ella lo amó también: acarició sus labios con los dedos y rasgó con la lengua su espalda, sus nalgas y sus piernas.

La hizo suya violentamente. María abrió los ojos poblados de espanto y dejó escapar un grito ensordecedor de su boca. Con su mano, él tapó sus gemidos y siguió meciendo sus cuerpos, un poco más fuerte cada vez. Su cuerpo era como una espada que atravesaba a María y cada vez él la embestía con mayor fuerza mientras su entrepierna sangraba.

Podía sentir el calor del pecho y los latidos estrepitosos del corazón de aquel hombre, como si fuera la máquina de un ferrocarril a punto de descarrilarse. Sentía dolor en el alma. Era como si uno de aquellos espíritus que ahuyentábamos con galletitas lo poseyera.

Los gritos de María huyeron por el bosque hasta el pueblo. Sentíamos vibrar hasta las hojas muertas del otoño y un terror pavoroso se apoderó de todos. La pareja se perdió en el bosque como robados por dimensiones desconocidas, nadie sabía de ellos pero de vez en vez oíamos a María aullar como animal herido.

Una noche la sorprendimos a la luz de las velas con la baraja en la mano y desde entonces, seguimos manteniendo el contacto de nuestras reuniones nocturnas en pos del futuro. Ya no era la misma. Martina fue la primera en notar su prematura vejez, como si un fantasma habitara su cuerpo apagándola poco a poco.

Se había vuelto loca por amor o por aquel hechizo que le entregó a Juan, aún cuando no la quisiera. Las noches de violencia terminaban siempre con la lectura de cartas. María se fugaba pretendiendo un futuro. Fue ella quien predijo aquel temporal, y el destino de todas, años antes de que supiéramos en lo que nos convertiríamos.

La noche del temporal, Juan también salió a buscar a Fermín. Regresó cobijado por la buena luna. Entonces, María tomó el cuchillo con el que partía la carne de la cena y enfurecida se lo encajó a su amante. Loca de rabia antigua pensaba que aquel arma no podía penetrar la piel tatuada por los años, entonces sacaba el cuchillo y lo volvía a empuñar mientras le besaba la frente y jugueteaba con su sexo. Era como hacerle el amor la primera vez. Siete veces alzó el cuchillo y siete veces lo encajó en el vientre de Juan, como siete eran las veces que él la violaba cada noche.

Enloquecida, huyó hasta la plaza del pueblo en medio de la tormenta. El agua enjugaba su cuerpo lleno de sangre y semen y sus gritos eran apenas murmullos acallados por el tronar del viento, por eso nadie salió a su auxilio cuando corría frente a la catedral. Ahí la encontró Mariel, con las manos llenas de sangre y aún con el cuchillo a cuestas. Se detuvo a mirarla y se quedó junto a ella, escuchando cómo se desgajaba el cerro.

Yo estaba tras la ventana viéndolo todo. Era el testigo del destino muerto de todas esas mujeres que cariñosamente he llamado amigas. Volví mis pasos hacia la sala donde estaba Martina, fue cuando comprendí que aquello que decían las cartas estaba a punto de echársenos encima.

1 comentarios:

Cueetz 13 de marzo de 2009, 16:14  

Vayaaaaaaa, hasta que pones algo otra vezzzz... Jijiji... Le daba y le daba y nada, siempre lo de correr y la salud.. :)

Soy una mujer en construcción

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