Historia de una promesa


El viento nos ha dado la bienvenida con suavidad, el sol, nos ha acariciado con sus cálidas manos, hemos volado tan bien y tan alto que Dios se ha unido a nosotros en nuestra alegría, y nos devuelve a los adorables brazos de la madre tierra.

No recuerdo exactamente qué día era. Tengo la noción de que terminaba enero y comenzaba febrero. Lo peor de la enfermedad de Arturín había pasado, aunque nos habíamos quedado con las secuelas que ahora, después de tanto tiempo, siguen apareciendo.

Lo que sí recuerdo es que estábamos en casa de mi hermana mirando unas revistas. Arturo medio podía diferenciar algunos objetos y mi hermana insistía en que le dijera que había allá o acá. De repente, mi cuñado pasó una hoja y todos nos quedamos mirando la foto de unos globos aerostáticos surcando un hermoso cielo azul. Entonces mi herma los señaló y le preguntó a mi sobrino qué eran. Él atinó apenas a decir: globos.

-¿Te gustaría subirte a uno?—le pregunté y obtuve una sonrisa emocionada y un ligero sí. —Cuando te cures, continué—te llevaré a que viajes en uno.

Pasaron cinco años antes de poder cumplir mi promesa y en todo este tiempo, él se acordó claramente que un día viajaríamos en un enorme globo y me lo recordó cada día hasta que cumplió ocho, el plazo necesario para que pudiera subirse.

El domingo, después de un eterno estira y afloja con mi hermana y los compromisos de todos, llegó el momento de subir al cielo en el primer vehículo volador creado por el hombre. Fue todo un acontecimiento, no sólo para Artu, sino para toda la familia que como mueganito, fue junta, para no perderse un solo detalle.

El clima fue benévolo pues el día despertó con un hermoso cielo entre naranja y amarillo, después de las lluvias de la semana. Nuestra primera vista fue la imponente Pirámide del Sol, en la Ciudad de los Dioses. Hacía frío y un poco de humedad, pero aún así salimos del hotel a las seis de la mañana para cumplir con nuestra cita.

El globopuerto está muy cerca de San Juan Teotihuacan, así que llegamos puntuales para presenciar el momento en el que inflaban los globos. Artu corría de un lado a otro observándolos todos. Estaba emocionadísimo, feliz, radiante. Tenía una sonrisa tan grande que literalmente no le cabía en su rostro. Yo estaba igual, aunque algo asustada por mi temor inminente a las alturas.

Inflaron cinco y a casi todos los vimos por dentro. No dejamos de tomar fotos del momento porque para toda la familia era algo especial, creo que para mí, lo era más y hay muchos que lo saben. A las ocho de la mañana los globos habían cumplido la proeza de levantarse de la tierra, aunque aún no despegábamos. Arturín sólo atinaba a decir “gracias” como si aquello fuera un sueño cumplido.

Estábamos a punto de partir con la emoción a cuestas, con el corazón al cien y yo con un enorme nudo en la garganta. Era un momento que había esperado años, era el instante muy breve en el que cumplía mi promesa.

Nos despedimos como si no fuéramos a regresar.

-Adiós abuelita, adiós Pame, adiós mamá, adiós papá—eran los gritos que se podían oir ya cuando volábamos y mientras veíamos cómo se empezaban a ver chiquitos pero seguían agitando las manos.

Volar el valle de Teotihuacan, fue hermoso. El verano nos regaló campos verdes y nopaleras llenas de Tunas. El cielo estaba muy azul, adornado apenas con algunas nubes. Las montañas cobijadas por neblina y tuvimos la suerte de mirar un poco de la Mujer Dormida.

Para Artu, las novedades eran el tamaño de las cosas: el coche que parecía de juguete y las personas que eran como "hormiguitas". Él fue el primero en ver el rebaño de ovejas huyendo al ver el globo y también fue el primero que vio el Jeep de su papá persiguiéndonos por el campo.

Cruzamos la Ciudad de los Dioses entre la pirámide del Sol y la de la Luna. Arturo no las conocía y no podía creer que existiera algo tan grande. Comenzó a gritarle con las manos cerquita de la boca a las personas que ya estaban en la cima:

-Adiós, adiós. Y ellos contestaban emocionados y se escuchaba un enorme eco en la Ciudad desierta y tomaban fotos de esos cinco globos que surcaban los aires. Yo alcancé a tomar a uno que venía subiendo justo detrás de la Pirámide del Sol. No salió con nosotros y fue una suerte poder verlo y hacer esa toma. Como tantas otras arriba de esa enorme tela llena de aire caliente.

Arturín resultó ser también, el más preguntón. Hizo preguntas sobre el gas que se usa, sobre para qué sirve el fuego, sobre qué pasaría si cayéramos y un largo etcétera. Hasta pensé que sería un gran periodista, claro si en este país se pudiera serlo.

Saludó a todo aquel que estaba abajo, en los caminos y sonrío todo el tiempo. Me abrazó como mil veces y no dejó de dar las gracias. Creo que me faltan las palabras para poder expresar lo que eso significa, no porque lo agradeciera, sino porque era feliz.

Aterrizamos 45 minutos después, en donde nos tiró el viento. Fuimos alcanzados por mi familia completa a bordo del jeep y por la camioneta de la empresa que iría a recoger el globo para regresar al globopuerto y hacer el brindis. Creo que han sido los 45 minutos más cortos de mi vida y también del Arturín porque no queríamos bajarnos. Queríamos repetir la hazaña.

Ya de regreso, brindamos y recibimos un certificado por haber volado. Quizá eso no tenga mucha importancia para nadie, pero para un niño de ocho años, es la constancia de una proeza y la realización de un sueño.

Este niño, a quien adoro, me dio la lección más grande de mi vida hace unos años: se levantó de algo bien duro y siguió adelante. Cada día es un nuevo reto para él y no saben con qué entereza los enfrenta. Creo que todos en la familia queremos, que después de tantos tumbos, tenga una buena vida. No hay mucho que yo pueda hacer, sólo puedo ofrecerle una tía capaz de cumplir sus promesas…

Al día siguiente le escribió a un amigo. Su carta decía: el 13 de julio fue un día muy feliz, volé en un globo sobre una pirámide y después la escalé…

Soy una mujer en construcción

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