Por una noche de ti

Así lo contaba Martina y es que esa mujer no tenía empacho en reunirnos a todas y hablar de sus andanzas. Yo la admiraba porque dentro de toda aquella magia, Martina sentía todo y lo hacía como nadie y yo sólo alcanzaba a imaginarme que sería de mí si tuviera la locura de ella. Pero no sucedió.

Eran los tiempos en que pensar en aquellas cosas era pactar con el demonio y yo no quería pasar la eternidad en un sitio tan caluroso. Martina al contrario, amaba el calor como si ardiera por dentro y así era. Y sólo podía sacarlo en sus nocturnas visitas por la madrugada.

Y no es que fuera fácil, no. Para tener una noche con Martina, se necesitaba haber nacido con estrella y muy pocos lo han hecho, se los aseguro, pero de alguna forma ella siempre encontraba con quien poder saciar la sed que le provocaba tanto calor y luego venía a contarnos, ante nuestras miradas turbadas, todas las cosas que hacía y que nadie de nosotras se atrevía a probar.

Lo cierto es que, aunque nunca nos decía el nombre de sus amantes, todas podíamos adivinarlo a la mañana siguiente al verlo pasar, porque el extraño encanto de Martina terminaba por volverlos locos, como caballos asustados sin poder dejar de correr.

Yo recuerdo cada noche de Martina mejor que nadie, incluso que ella misma, porque venía a mi casa a contarme ya casi a las seis de la mañana, para que a todos les diera por pensar que la noche la pasaba conmigo, como si no todo el pueblo supiera que era insaciable. Pero de todas esas noches, recuerdo una en que llegó oliendo a flores, flores del campo de múltiples colores. Yo le dije, Martina, no te vayas pal río, pero ese olor era de ella, lo traía impregnado en la piel. Entonces me di cuenta de que estaba enamorada y que a partir de ese día, el calor de Martina ya no sería de nadie más.

Del nombre de él, ya ni me acuerdo, porque ese sí me lo dijo y fue el único hombre que no enloqueció por ella. Y a Martina se le iba la vida nomás por saber de él. Y entonces, como aquella fue la única noche que pasaron juntos, Martina se conformaba con contarme una y otra vez aquello que hicieron que nunca había hecho y que no volvería a repetir.

Es así como sé que aquel hombre alto la tomó por la espalda y le desató el vestido, sin que Martina lograra darse cuenta a pesar de que el sexo le latía como un corazón desbordado. Entonces comenzó a meter su mano entre la tela, hasta dar con sus senos semidesnudos, calientes, con los pezones duros de placer. Y a Martina se le iba el tiempo en tratar de besarlo y encantarlo con el olor de su boca y mientras recorría su cuello encendido, Martina intentaba quitarle la ropa.

Su amante furtivo luchaba contra sus piernas, sin quitarle el vestido y aún con la ropa puesta, entonces la besó profundamente mientras jugaba con su pelo largo y mojado y las manos se le multiplicaban como peces, mientras la llevaba danzando hasta la cama. Y sin quitarle el vestido, él tocaba su espalda, mientras Martina no podía dejar de gritar.

La lucha se iba así acabando con la noche e irremediablemente terminaron desnudos sobre las cobijas y siguieron amándose en la madrugada. Y entonces Martina se colgó de sus brazos y lo amarró con sus piernas, mientras le suplicaba tenerlo un poco más para no dejarlo ir nunca. Y sus uñas jugaban con los lunares de su espalda y bajaban coquetas hasta encontrarse con sus ingles, sus nalgas y sus piernas. Y se miraban fijamente al compás del movimiento como si fueran hojas sobre las olas plácidas.

Se separaban un poco, pero volvían a unirse y ella lo besaba como nunca había besado a nadie y lo acariciaba suavemente intentando dejar su piel en la memoria de sus dedos y le pedía con súplicas que no olvidara nunca quien lo tocaba así, quien la encendía así. Y lejos, la mañana volvía, pero no querían irse, así que Martina comenzó por rendirse.

La penetró por atrás con furia enloquecida y Martina reía porque tenía más calor que nunca y terminaron sentados, ella enfrente suyo y siguieron amándose, tocándose y besándose pensando que quizá así el tiempo se detendría.

Llegó a casa a las siete, con la mirada perdida y oliendo a muchas flores. Así estuvo durante días y noches enteras, sin poder moverse, tratando sólo de oler su pelo como lo había hecho su amante y acariciando sus senos que aún estaban encendidos y el fuego que le ardía por dentro no podía ser apagado.

Fue cuando llovió en el pueblo. Y tras meses y meses de aquel temporal, comenzamos a creer que no veríamos el sol. Pronto Martina y yo nos quedamos solas, escuchando la lluvia resbalar por el techo. Terminé por pensar que moriríamos ahí, mientras el cerro se desgajaba poco a poco. Creyendo que era el destino, empecé por amar a Martina y se me iba el tiempo en tratar de tocarla como su hombre furtivo. Ella no decía nada ni sentía, quizá ya volaba a los brazos de aquel del que nada sabe y aunque yo amé a Martina como a nadie, segura estoy que nunca se quedó conmigo, porque su mente vagaba por aquella noche de hotel donde había congelado la historia tan sólo por un instante.

Soy una mujer en construcción

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